13-03-2006
Entrevista con Celia Hart
"La Hart, de profesión
trotskera"
Manuel Talens
Rebelión
"¿Cuáles son los derechos de los escritores
y de los artistas revolucionarios o no revolucionarios?
Dentro de la Revolución, todo.
Contra la Revolución, ningún derecho."
-- Fidel Castro
Estaba consumiendo mis últimas horas en La Habana. Me
sentía tristón, aburrido, por primera vez solo tras diez
días intensos de discursos, música y reuniones
inolvidables, pues los amigos se habían ido yendo de regreso a
sus países respectivos tras el IV Congreso Internacional Cultura
y Desarrollo. Con los codos sobre la barra del bar que hay en el lobby
del Hotel Palco, junto al Palacio de las Convenciones, miraba sin ver
el programa de Cubavisión que transcurría en el televisor
sin que nadie le hiciese demasiado caso. De repente, escuché a
mi lado una voz femenina:
–Vengo de leerles una ponencia a los viejitos del Moncada y les
gustó mucho. Ponme una cerveza, que me la he ganado. Era
indudable que la mujer se dirigía a la mesera, no a mí,
pero su timbre sonaba cálido y atrayente como un bolero,
así que me volví hacia ella con curiosidad. Y
allí, a menos de un metro de distancia, me encontré de
improviso ante una suerte de Laureen Bacall caribeña, con
hermosa cabellera ondulada y ojos de color miel que parecían
centellas. No pude contenerme:
–¿Estás participando en un congreso?
–Sí, en el Taller Científico Aniversario 50 del
Movimiento 26 de Julio. He presentado una ponencia desde las posiciones
de Trotsky. Es que yo soy trotskera.
Mis lecturas cotidianas en el sitio web de Rebelión me ayudaron
a mantener el diálogo:
–¿Trotskera como la Hart?
Me lanzó una mirada entre la sorpresa y el halago.
–Pero… ¡yo soy Celia Hart!
Era mi turno de quedarme boquiabierto. El azar de la vida crea
situaciones así. Me sentí obligado a presentarme, con una
calma que tenía más de fingido que de real.
–Pues entonces somos compañeros en Rebelión. Soy Manuel
Talens.
Miré mi reloj. Quedaba exactamente una hora para que el taxi me
llevase al aeropuerto. Sesenta minutos dan para mucho cuando hay cosas
que contar. Los pasamos hablando sin parar. Celia es tan apasionada en
persona como en sus artículos, inquisitiva, rebelde, digna hija
de aquella mujer admirable que luchó junto a Fidel Castro en la
guerra revolucionaria. Exhala vitalidad y sus ojos recuerdan los de
Picasso, pues parecen llamas que chamuscan todo lo que miran. Hicimos
planes de escritura, de eventuales colaboraciones, incluso de una
posible novela a partir de esa idea genial que ella tiene en mente y
que no voy a desvelar aquí. Y cuando por fin nos dijimos
adiós, habíamos puesto la primera piedra de una
entrevista insólita, llena de intimidades y afirmaciones
fascinantes, que continuó luego por correo electrónico y
que ahora le llega al lector.
Pregunta: Preséntate, Celia.
Respuesta: Te diré primero de donde salí, pues hasta hace
dos años era tan sólo dos apellidos ilustres, a los que
en ciertas ocasiones quería asesinar, porque el Hart y el
Santamaría se comían sin piedad a la pobrecita Celia que
también y con esfuerzo llevaba adentro.
Nací con los primeros ruidos de la revolución cubana.
Biológicamente, hija absoluta de ella. La pasión y
rebeldía indomable de Haydée Santamaría y el
talento para la actuación política de Armando Hart,
normalmente en pugna, sólo pudieron unirse al calor
volcánico de una revolución auténtica y, sobre
todo, impulsada por seres como Fidel y el Che. Sin esta
revolución los caracteres disímiles de mis padres
jamás hubiesen permitido que se juntaran por intermedio del
amor. Sin embargo, te digo lo siguiente: para asombro mío, mi
padre confiesa en Aldabonazo, uno de sus últimos libros, que en
lo relativo a la política «él y mamá
actuaban como una sola persona». Conozco bien a los dos. Tan
sólo una obra enamorada y encantadora como la revolución
puede «disciplinar» (por utilizar cualquier verbo) a
personitas como Yeyé y hacer frágil y adicto a los
sentimientos a un intelectual con esmerada educación
jurídica como Armando.
A mi madre se la recuerda en lo fundamental por haber participado en el
Moncada con Fidel y eso me parece injusto. Pero, paciencia,
también al Che se le coloca un epíteto de Quijote y de la
batalla de Santa Clara lo trasladan sin escalas a Bolivia y es entonces
un cartel de santo, no más. Todos se olvidan de los aportes del
Che a la práctica marxista y de su labor revolucionaria y
creativa en Cuba. Mas eso es otro asunto. Con mi madre sucede lo mismo.
Ella fue una internacionalista natural y en Casa de las Américas
se reunía toda la contestación del arte latinoamericano.
El premio literario Casa fue en su época uno de los más
lujosos.
En su regazo aprendí yo el camino velado de la felicidad. Que
era mucho más que tener muchas muñecas. Mi
educación fue tan herética que creo saber por qué
destilé a esta pequeña loca que llevo adentro. Los
valores morales me los inculcaron como un reflejo condicionado, no por
razonamiento. Te pongo un ejemplo: me regalaron a los cinco años
una muñeca que hablaba estirándole un hilito por
detrás. Era un sueño llamado Pablita. Un buen día,
busco a Pablita y no la encuentro. Las muchachas que trabajaban en casa
y que me cuidaban cuando trabajaba mi mama estaban llorosas y yo no
entendía nada. Le pregunto a mamá y ella me dice, como si
estuviera explicándome de dónde le viene la luz al sol,
«una niña muda pasó por acá y
consideré que tú le hubieses querido dar la
muñeca». No me lo podía creer, comencé a
gritar, pues lo consideré una injusticia y mis escasos
años no me alcanzaban para expresar coherentemente mi angustia.
Ella me miró con aquella expresión que más tarde
aprendí a apreciar y, sin levantar la voz ni alarmarse por mi
desesperación, me dijo, «¿Ves? Tú puedes
gritar, protestar. Ella, no. Pablita está en las mejores manos.
Tú le hablas a tus muñecas y ella no puede hacerlo. Es
menester entonces que la muñeca le hable.»
Estos razonamientos, que me repitió más tarde, los acepto
como justos ahora, al cabo de veinte años de su muerte. A veces
me parece que mi madre me dio una educación a largo plazo, para
que me durase toda la vida o algo así. Como esta anécdota
te pudiera contar miles, pero no tiene caso.
De aquella formación lo que logré sacar fue un desprecio
casi enfermizo hacia los objetos materiales. Llego a los mismos
extremos. No me interesan viejos recuerdos ni fotografías ni
nada. Es como si la dirección de mi vida no tuviese flecha hacia
atrás. Pero no me disperso más.
Así creció aquella niñita, que se enamoró
de José Martí al punto de la enfermedad, y la
revolución constituyó el gran misterio en el que
presentí que se iba a desarrollar mi vida.
Por su parte, mi padre me enseñaba textos de marxismo y yo
discutía de política sólo con él. A mi
madre le encantaba escucharnos, pero generalmente conmigo no
participaba. Es más, la historia del Moncada y demás la
leí en los libros, a ella no le gustaba hablarme de su pasado.
Fui siempre buena estudiante y, al llegar a elegir carrera, por algo
bien extraño, decidí estudiar Física. La
filosofía siempre ha sido una de mis pasiones, pero la
física estudia los fenómenos más generales de la
naturaleza y me cautivaba entenderlos. Todos protestaron, excepto mi
madre, que me dijo, precisamente un mes antes de su suicidio,
«hazlo, hija, es quizá de las pocas cosas que no
lograrás hacer tú sola». La gente se
sorprendió. Todos habían creído que yo me
dedicaría a la política o a la literatura.
Aquella fue una de las decisiones más acertadas de mi vida.
Estudié Física con la misma pasión que leía
a Martí, es más, me escogieron para terminar mis estudios
en Alemania y allá, bien lejos de mis apellidos, empecé a
reconocerme como Celia y empecé a apasionarme por el Universo,
el cual, por cierto, es más fácil de entender de lo que
imaginamos, basta con traducir el lenguaje matemático al del
amor y todos los seres humanos entenderían y quedarían
atónitos de asombro frente a la verdad revolucionaria y
emprendedora de la creación, diseñada tan sólo por
hermosas leyes, bien lejos de algún pretendido creador.
Un mes después de aquella decisión, en 1980, durante un
verano aterrador, que se conoce como «lo del Mariel»,
cientos de miles de compatriotas abandonaron Cuba.
El cuarto de mi madre, donde yo dormía entonces después
de su ruptura con mi padre dos años antes, tenía un
cristal enorme que daba al mar. A través de él
mirábamos ambas las pequeñas embarcaciones que
abandonaban la revolución cubana. Mi madre casi no pronunciaba
palabra. Sus enormes ojos verdes se inyectaban de rojo, pero sin
derramar una lágrima. Yo presentía su tristeza, que le
llegaba hasta el cabello. No hubo comentarios, ni análisis.
Se puso a coser un vestido mío, por ahí debe andar, se
quedó inconcluso.
Una tarde de aquel mes de julio me andaba bañando y la vi
entrar. Me miró como nunca, andaba muy encorvada y muy delgada
también. Aquella mirada es de las pocas cosas que hoy
podría pintar si yo fuese pintora: era verde olivo, como su
traje de campaña, y de una intensidad que causaba terror. Por un
espacio de segundos prolongados no la apartó de mí,
logró arrebatarme el habla. Pensé que algo le pasaba.
Unos instantes después, llegó mi hermano Abel y me dijo,
«mama se pegó un tiro». Por alguna razón no
me extrañó demasiado. Me senté en la cama tratando
de entender, porqué no fui a su lado mojada y todo. Hoy creo que
hice lo correcto. Ella quería irse y es una decisión a
respetar, como cualquier otra. Un rato después, fui al cuarto
del cristal enorme. La sangre llegaba al suelo y había un sin
fin de papeles, a los que nunca tuve acceso, regados por doquier. A
ella se la habían llevado aún viva al hospital, yo
sabía que era el fin. Así fue. Luego, mi casa se
llenó de cientos de personas que me aturdieron con sus cuidados
y me decían «mi vida», sin que yo ni mi hermano Abel
lográsemos un segundo estar solos ni poder sacar cuenta de la
verdadera tragedia de haber quedado como planetas sin órbita al
colapsar el sol.
Nos mudaron inmediatamente y nunca más he vuelto a ver la casa
de mi infancia, los cocoteros de mi madre y, sobre todo, aquel cristal
enorme donde los primeros balseros hundieron en el mar lo que le
quedaba de vida a aquella mujer inédita que sigue siendo el ser
humano más hermoso que yo haya podido conocer.
En Alemania comenzó, como te decía, una nueva etapa. Me
incorporé a cuanta organización política
internacional existiera. En la embajada inicialmente no lo
permitían, pero formamos un rollo gigantesco hasta que nos
dieron permiso. A la juventud alemana no le interesaba la
política y se pasaban el maldito día añorando los
chocolates de Alemania Occidental.
Los funcionarios alemanes que nos enviaron a la RDA nos dijeron que
así sería Cuba treinta años después.
¡Pero a aquellos no les corría sangre por las venas! Del
fútbol saltaban a la música de Bach, cortocircuitando
cualquier alusión a la política o al pasado.
Conocí el racismo. Yo tengo la piel espantosamente blanca y con
el frío todavía más. En los restoranes baratos
adonde iba me señalaban que no debía andar con mis
compañeros más oscuros. Lo decían viejitos que
parecían personas de bien. La burocracia era la dueña de
la universidad, de los dormitorios, de todo. Hablar de política
era de mal gusto, «pues habíamos ido a estudiar
física». Poco a poco, fui desentendiéndome de
aquello. El tumulto de los acontecimientos de mi partida fue tan
convulso que no podía precisar si en Cuba era lo mismo, pero al
decirme que Cuba sería eso cuando pasaran varias décadas,
me espanté. No podía aceptar que aquel socialismo de la
Alemania Oriental fuera una alternativa humana para construir la
felicidad.
A la sazón, los libros de marxismo que estudiábamos eran
manuales retorcidos y empalagosos. Nada de aquello tenía que ver
con las lecturas con mi padre, con las cosas que siendo niña me
leía. Recuerdo que si yo trataba de utilizar la Crítica
al Programa de Gotha de Marx me decían tranquilamente que yo
sería físico, que no exagerara. Algo así como la
Biblia que sólo debería estar en latín. En cierta
forma era correcto. El rigor de mi carrera absorbía todas mis
neuronas. Aun así, me declaré públicamente en
contra de aquellos estados socialistas. No representaban para mí
ninguna alternativa digna de ser vivida y, con increíble
tranquilidad, me hice fanática a los pensadores de la
Ilustración y una devota de la Revolución Francesa y la
Comuna.
Llegué a preguntarme si Lenin había calculado bien el
Octubre del 17. Por alguna razón, la imagen de los barcos
partiendo desde el cristal de mi madre unas horas antes de su muerte se
mezclaba llenos de lágrimas con estas reflexiones.
La física me ayudó a sacar cuentas y a una desenfadada
lógica aristotélica. No reconocía al Che en la
sociedad alemana oriental, no veía la pasión de mi madre
en ellas. Aquel año viajé a Cuba y, a pesar de mi
admiración por Fidel y del pasado de mi familia, en una crisis
absoluta de fe le comuniqué a mi padre que mis dudas estaban en
el equilibrio entre justicia social y libertad individual, que sin
libertad no quería justicia y viceversa, que tomar el poder era
el medio para dejarlo, tal como hizo el Che, pero que lo que
veía en la RDA y, en alguna medida, en Cuba, era un estado cada
vez más poderoso. Que no entendía las cosas que de la
noche a la mañana Gorbachov se traía entre manos. Que
aquello era una confusión total y que se me había
extraviado el concepto de revolución, que cuándo empezaba
y cuándo terminaba.
Llovía. Yo acababa de ver una película ucraniana que se
llamaba Arrepentimiento, que versaba sobre Stalin. Andaba esperando a
mi padre bañada en lágrimas y vodka. En mi mente se
sucedían una tras otra las líneas de Martí que me
sabía al dedillo, el Che y Haydée. Presentía un
gran engaño y mi padre, al verme así de revuelta y
desesperada, sacó de un viejo armario tres libros y,
todavía con dudas, me los puso delante. Aquellos libros y mi
padre salvaron en aquella tarde lluviosa mi alma destrozada para
ponerla al servicio de la revolución.
P: Pues no me dejes con la miel en los labios, dime inmediatamente
qué libros eran aquellos.
R: Eran los libros de Isaac Deutscher. El profeta desarmado, Stalin y
La revolución inconclusa. Son libros bien comerciales, pero los
devoré como si estuviera leyendo el desenlace de un misterio: el
socialismo tenía otra cara, otra forma de hacerse.
Habíamos sido sometidos a un engaño sistemático.
Esos libros fueron para mí como los llamados libritos rosa.
Lloraba de felicidad y pasión. Y, al igual que sucede en los
folletines, los malos eran los aburridos: Stalin había pactado
con Hitler, era un asesino, no fue para nada el vencedor de la guerra.
Todo se acomodó y me pregunté entonces por qué no
había leído que el Che o Fidel o en mi Partido se
mencionaran aquellos episodios. ¡Ah! Todavía siento el
olor a papel guardado de aquella edición mexicana de Era de
1968. Sus hojas rugosas y las frases apasionadas del viejo Leon. Todo
era verdad. Y volví a sentirme leninista, pues sin Leon Trotsky
no hay Lenin que valga la pena mencionar. Volvió a mí el
buen Lenin con su mano alzada, aquella fotos despintadas donde nos
quitaron a Trotsky.
Vaticiné que la RDA se derrumbaría como un castillo de
naipes. Lo dije muchas veces, lo repetía hasta la saciedad
¡Pero no! Creo que padecí algo de la maldición de
Casandra: «Para nada Celia», me decían, «el
poderío económico de la RDA impedirá que
caiga». «¡No!», gritaba yo, «el
socialismo es de cierta forma una sociedad que asume la voluntad y la
conciencia como premisa. Si 2+2 son 4, si aquellos individuos piensan
tan sólo en fútbol y chocolates occidentales, si no se
vuelven cómplices enamorados de la sociedad que construyen, no
creo que pueda durar». Recuerdo que hablaba mucho de eso con un
buen amigo, muy cercano a mi tío Aldo Santamaría, un ser
que hoy me hace mucha falta. Luego de la caída del muro, a aquel
amigo le gustaba decir que yo era adivina. No lo era, por supuesto, tan
sólo aplicaba las leyes de la Física: si la
presión central de una depresión tropical disminuye y las
aguas del mar son muy cálidas, espere usted un huracán,
Aun así, y aunque a muchos les molesta lo que digo, Trotsky me
devolvió la pertinencia del socialismo, asociándolo a la
libertad, a la cultura y a la polémica.
P: ¿Y cómo se siente una mujer trotskera en una sociedad
socialista como la cubana, donde la figura de Leon Trotsky no forma
parte de los iconos oficiales? Pero respóndeme no sólo
como trotskera, sino también como mujer, pues no se me escapa
que el machismo, a pesar de los esfuerzos que se hayan hecho durante
los últimos cuarenta y cinco años, aún no ha
desaparecido de la isla y un discurso como el tuyo no sólo corre
el riesgo de ser minoritario por mucho que defienda la
Revolución, sino también de sufrir el habitual ninguneo
del sexo femenino en las decisiones importantes.
R: Por supuesto. Y no sólo ahora, y no sólo por ser
mujer. Desde jovencita yo fui, ¿cómo decirte?, demasiado
femenina. Me fascina mi género, pues me fascinan los hombres, su
ingenuidad, su manera de enamorarse de cualquier falda bien puesta y, a
veces (si no te ofendes), su dulce simpleza. Fui siempre una muchacha
que gustaba de los famosos detalles «machistas» como las
flores o la música bien cursi y romántica. De hecho,
cuando quise estudiar Física, nadie me tomó en serio.
Todos asumían que estudiaría letras o arte o algo similar
porque me gustaba escribir y por mi carácter infantil. Mi
repuesta fue definitiva: «Me he enamorado del profesor de
Física del bachillerato y lo que nos cuenta de la naturaleza son
poemas de amor». Más loca parecí, sobre todo porque
en aquel mismo mes se suicidó mi madre. La causa última,
además del amor por mi profesor que, dicho sea de paso, nunca se
enteró, ni le interesaría aquella niñita tan fea
de ojos virados, fue entender cómo, y por qué
razón, se mueve el mundo. Nadie pensó que yo
vencería una carrera más bien "masculina". No sólo
la vencí, sino que todos se quedaron sin aliento cuando
decidí irme con 9 chicos más para Alemania a continuar
los estudios. Todavía nadie me tomaba en serio. Fui la primera
muchacha no alemana que se graduó en aquella universidad en la
disciplina de Física en 300 años. Pero seguían sin
tomarme en serio. Seguía siendo la niñita de papá,
medio loca por la muerte de la madre. Creo que me acostumbré a
eso. Y, ahora que un buen día decidí dedicarme a escribir
y a impulsar las ideas del socialismo, que para mí son las que
pueden cautivar, porque a mí me cautivan igual que las clases de
Física de aquel perdido profesor, siguen sin tomarme en serio. Y
es porque se supone que el feminismo está hecho para mujeres que
asumen los roles de los hombres, y yo te confieso que es tanto lo que
amo a los hombres –tanto que me da pena su situación de
inferioridad por no poder acercarse a la naturaleza como nosotras en el
instante de parir–, que creo que soy medio machista. Para defender las
ideas de Trotsky no renuncio, ni un instante, a mi feminidad. Pero soy
precisamente el tipo de mujer que no es "feminista". He aprendido a
sentir piedad por los hombres, porque son como niños
pequeños, y les permito que sigan... sin tomarme en serio. Mi
discurso es más que minoritario, pero no importa, a muchos
jovencitos y estudiantes les resulta atractivo y curioso. Me preguntan
y eso me basta. En Cuba ahora no saben bien en qué estoy. Muchos
amigos –incluido mi padre– me piden que abandone a Trotsky, que hay
otras figuras mejores que reseñar.
Es curioso, es como si se tratase de un cajón de lápices
de colores y el azul fuese mejor que el verde, etc. He viajado como el
salmón, a contracorriente, renuncio a ser sardina, y como me
dice otro buen amigo, morir enlatada. Por lo tanto, no renuncio ni a la
Física ni a las ideas comunistas, que creo verdaderas, ni mucho
menos a los hombres. Moriré, como dices, sin que nadie me tome
en serio... salvo la felicidad, que sí lo hace. Ella y yo somos
las mejores aliadas.
P: Pues una vez hecha esta declaración de principios, dime en
qué, según tú, podría el trotskismo mejorar
los logros de la Revolución cubana o en qué podría
ayudar a la incipiente Revolución bolivariana de Venezuela.
Porque de lo que se trata es de que las revoluciones sean lo más
perfectas posibles, no de aplicarles apellidos, por muy honorables que
sean. Y no te olvides de perorar un poco sobre por qué, en tu
opinión, los trotskeros sois una suerte de rara avis entre la
progresía global, tan minoritarios en Cuba como en cualquier
democracia burguesa de las que soportamos en Occidente.
R: El trotskismo estuvo presente en la revolución. Algo de eso
he dicho en dos de mis artículos. Pero lo hizo de manera
clandestina, silenciosa, así como la luz difusa del atardecer,
como ese brillo que es tan sólo un instante, que penetra sin
permiso en nuestras pupilas. Es un hecho demostrable: mi caso
particular, por ejemplo, es el de una persona que no lo conocía
hace unos años. Si yo era devota de Martí y el Che y
seguidora de Fidel, ¿porqué soy trotskera? Tan
sólo porque aspiro a ser revolucionaria. Quien me
enseñó a ser revolucionaria fue mi madre, que no
conocía de Trotsky ni la fotografía. Pero no hizo falta,
nadie le enseña a una rosa a ser hermosa, ni a las olas del mar
a ser permanentes. Esa es la causa. Hay una historia de trasfondo en
esta luminosa revolución, que la convierte en esperanza. El
estalinismo sólo hizo que tuviésemos más
petróleo, pero mucho menos corazón. Ahora estamos libres
de eso. ¡Aleluya!, mas no estamos libres de peligro. En Cuba
Lenin no ha muerto aún. Ahora que la verdad del socialismo
está clara; que Trotsky tuvo tanta razón como Einstein en
1919 cuando nadie creía en la teoría de la relatividad y
hubo que esperar un eclipse para medir el perihelio de Mercurio, la
URSS y todo el campo «socialista» tuvo que venirse abajo
para darle la razón al Viejo, quien por demás se
equivocó en otras muchas cosas, pero en ésa no. El canal
misterioso Martí-Mella-26 de Julio-Che está protegido por
un socialismo no estalinista.
Ahora el asunto está en que no tenemos derecho a seguir apelando
a que tan sólo los héroes sigan salvando nuestra
historia. La revolución cubana puede asumir la herencia
trotskista sin que la tilden de oportunista. Y debemos hacerlo ya,
conscientemente. Se lo debemos a nuestros jóvenes como muchas
otras herencias más. Y, fíjate bien, defiendo a Trotsky
porque es el gran olvidado, no porque crea que es el único que
sirve, sino porque debido a razones que no alcanzo a entender no se lo
menciona como a Gramsci o a Mariátegui o incluso a pensadores
anteriores. Debe haber algún fenómeno freudiano, pues no
existe una sola razón lógica para que no se haga.
Quizá sea porque su asesinato, a diferencia de tantos otros, lo
cometió un «estado socialista», aunque no estemos
seguros de ello. Por ahí andan las versiones del asesinato de
Julio Antonio Mella. Vidali, o Contreras, o como se llame, si no lo
asesinó, bien pudo hacerlo. ¿Y el tal Codovilla? El
estalinismo también tuvo su culpa en la muerte de mi Che. Eso,
Manuel, habrá que investigarlo, pues si el capitalismo ha tenido
un buen aliado, ése es el estalinismo. Además, aterra
pensar en los cientos de millones de seres humanos que lograron
engañar. Por eso lo odio tanto. Engañó a
más gentes que Hitler, y no en nombre del nazifascismo, sino en
el de la bandera roja del proletariado.
Para mi país, para mi revolución, retomar, estudiar la
obra de León Trotsky sería una buena cosa. Insisto en que
la pasión es la vía perfecta para ser revolucionarios, no
hay otra manera más eficaz, ni siquiera las horas-nalgas leyendo
libros. Si se lee mientras se lucha, como hacía el Che, se lee
mucho mejor. También he dicho que ser revolucionario es la
manera más económica de ser feliz y ser siempre joven.
Pero a nuestros jóvenes no se los conquista únicamente
con salud, educación, seguridad, eso es sólo una parte.
¡Tenemos que enamorarlos con la revolución y convencerlos
de que el mundo depende de ellos! Por eso me siento feliz de que ellos
visiten a la jovencita revolución venezolana.
Hay un dúo cubano muy joven y popular, que canta precioso. Se
llama Buena Fe y una de sus canciones, muy escuchada por los
jóvenes, Todos nacimos ángeles, tiene un par de versos
que te repito porque es precisamente lo que los jóvenes deben
sentir: «Si el cielo te da limones, repárteme las
semillas, pues a vender limonada... y a llorar... a la Capilla».
Debemos darles semillas y Trotsky tiene eso, el espíritu
contestario, de oposición, desde la propia revolución. La
teoría de la revolución permanente es fundacional y sus
teorías sobre el desarrollo desigual y combinado, un primor. Mas
no fue eso lo que me hizo enamorarme de ese hombre (como ves, me
enamoro fácil). Te repito un grito del Viejo que me
cautivó más que otra cosa y que me abrió de nuevo
el corazón: en su polémica con la llamada «vieja
guardia» bolchevique, ya burocratizada, Trotsky lanzó este
grito de guerra que me gustaría que llegara a todos los
jóvenes:
«¡Fuera la obediencia pasiva, la nivelación
mecánica por parte de las autoridades, la supresión de la
personalidad, el servilismo y el arbitrarismo! Un bolchevique no es tan
sólo un hombre disciplinado: Es un hombre que en cada momento y
en cada situación se forja una firme opinión propia y la
defiende con valor e inteligencia, no sólo contra sus enemigos,
sino dentro de su propio Partido. Hoy tal vez se hallará en la
minoría... se someterá... pero esto no siempre significa
que esté equivocado. Es posible que haya visto o comprendido una
nueva tarea o la necesidad de un viraje antes que los demás.
Planteará insistentemente la cuestión una segunda, una
tercera, y una décima vez, si fuere necesario. Al hacerlo le
hará a su partido un servicio que lo ayudará a
enfrentarse perfectamente armado a la nueva tarea o le permitirá
efectuar un viraje sin trastornos orgánicos y sin convulsiones
faccionales.»
Y es ésa y solamente ésa la manera que concibo una
sociedad mejor. Soy una adicta a la verdad. No es virtud, es un
verdadero defecto. Mi padre incluso me dice que nunca serviría
para «hacer política» y creo que tiene razón.
Martí tiene una frase muy parecida al párrafo que acabo
de citar del Viejo; dijo en La Edad de Oro: «Quiero que los
niños digan lo que piensan y lo digan bien, que sean hombres
elocuentes y sinceros».
Con este mismo sentido te digo que a nuestros jóvenes les
encanta la revolución. He dicho más de una vez que todos
los jóvenes son revolucionarios de por sí. Les tenemos
que decir que no basta con la disciplina ni la discreción. Que
deben volcar hacia la revolución todo ese poder hormonal. Los
jóvenes que no se hacen revolucionarios así; se
convierten en oportunistas para escalar posiciones o, en el peor de los
casos... se largan de la revolución, como hicieron aquellos
balseros que mi madre contemplaba a través de su ventanal.
Trotsky nos anda por dentro, es hermano gemelo del Che, no hay sitio en
el mundo donde el viejo León pueda tener mejor asilo. Y, como
él, Rosa y todos los demás. Pero es que de Trotsky no
quiere hablarse acá, en Cuba, donde tiene mucho que hacer. La
revolución cubana es una de las más veteranas de la
historia, y tenemos madurez para asumir muchas cosas. Acá se
habla de pensadores anteriores, hasta se trae a colación al
Obispo Espada. ¿Por qué no Trotsky? Nunca, Manuel, nunca
me han querido responder y te juro que he preguntado en todas partes.
Con la joven revolución bolivariana el asunto es todavía
más trascendental. Esa revolución ha sido «nuestro
bebé de la vejez». Cuando el neoliberalismo en pleno nos
acusó de impotencia sexual... nos nació una
revolución-bebé frondosa, popular y arraigada en su
pueblo. Chávez no es un líder al estilo de Fidel o Lenin
o Mao o tantos otros grandes hombres. Es un buen tipo que
decidió seguir a Bolívar desde jovencito y se tomó
en serio los Evangelios. Eso, no más. Canta, bromea, disfruta de
manera inédita dirigir una revolución. Nuestra
responsabilidad de que ésa nos vaya bien desde el principio es
crucial para el movimiento revolucionario. No sabe lo que es el sistema
estalinista de Moscú y no tiene que reírle gracias a
nadie. Por primera vez en la historia siento que una revolución
se empieza a dar sin esfuerzos, como un parto no asistido por
médicos. La personalidad de Chávez es subyugante, porque
en primer lugar cualquiera lo reconoce como un hombre de carne y hueso,
se lo imagina abotonándose sus camisas; se equivoca, pide
disculpas, se mofa de quien quiere y, por primera vez, un hijo de
pueblo es el presidente más querido de cualquier lugar. Mira,
soy fan de Chávez y he escrito mil cosas de sus peripecias en
todos lados. Pero algo me sucedió cuando fui a Venezuela al II
Encuentro de Solidaridad por el 14 de abril ¡Venezuela es
Chávez! Toda es igual. Bueno, no te hablo de Altamira, etc.,
pero el pueblo de Venezuela habla de la revolución como si
hablara del plato de frijoles que se comerá en la cena.
Chávez es tan sólo el portador. Es una revolución
que crece junto a su líder. Él ha llegado a hablar de
socialismo por default. Tiene la aspiración de cumplir con los
mandatos bolivarianos en este siglo y en ser cristiano. Esta vez sin la
revolución socialista no podrá hacerlo y lo va intuyendo.
Además, tiene lo que nosotros nunca tuvimos, recursos
económicos, y puede hacer para empezar los
«milagros» de sus misiones, devolver la vista a los ciegos
y hacer caminar a los paralíticos. Eso, por un lado. Por el otro
está su latinoamericanismo como gran Patria. Se siente
colombiano, ecuatoriano, boliviano y creo que por primera vez en la
historia tendrá que formarse un verdadero partido que lo apoye,
porque ni el de V República ni los partidos de izquierda
tradicionales de ese país pueden seguir el impulso de un pueblo
que está llamado a hacerse (si es que no se raja, como decimos
los cubanos), a ser la vanguardia mundial de la revolución. El
pueblo venezolano no le preguntó a ningún clásico
qué hacer para rescatar a su presidente en abril de 2002, ni
cuando el paro petrolero. Hablan de control obrero de la
producción, de cogestión, de socialismo como si todo
fuera más natural que esa suciedad de las calles de Caracas
(que, dicho sea de paso, es espantosa) El partido que necesita
Chávez y su magnifico equipo es por primera vez un partido
revolucionario continental.
Todo esto, amigo mío, no puede ser más cercano a Trotsky.
Y es importante que en el camino del socialismo no vuelvan a perderse
en la burocracia... porque ¡la hay! Ese virus se contrae al hacer
la revolución, debemos estar vacunándonos constantemente.
Esa bebita-revolución nos ha abierto a todos las esperanzas y
habrá que ayudarla a crecer, pero dejando que gatee, que se
rompa de vez en cuando la cabeza, que le salgan los primeros dientes.
No creo que haya premio mayor, para quienes soñamos con la
revolución, que Venezuela. Claro, no es mandato divino que se
mantenga, pero tenemos ahí un nuevo comienzo. Lo que te dije,
empujar para que llegue Octubre y salga de su eterno Febrero que va
siendo un poco largo, y además abrirle las puertas de
América a Bolívar. No podrá haber otra Gran
Colombia si esta vez no es socialista. El viejo León está
allí de nuevo, junto a todos los demás en un inmenso
tribunal de buenos muertos, que se apresuran a salir de los viejos
libros.
Son rara avis los trotskistas... los trotskeros somos cada vez
más. Según mi criterio (muy escaso y desinformado) lo que
he podido conocer de las pocas organizaciones trotskistas con las que
he podido compartir, es lo siguiente: 1) Que deberían tener un
reconocimiento por parte de toda la izquierda, porque fueron los que
sostuvieron el paraguas contra el estalinismo por muchos años,
sufriendo las consecuencias; 2) Que la rivalidad (a mi juicio, escasa)
entre mandelistas, posadistas, morenistas, espartaquistas, mis
camaradas del Militante y todos esos diferentes grupos tiene varias
caras. Primero, que todos, de buena fe, quisieron mantener la pureza
del Viejo y, segundo, que creen ser los únicos que la mantienen.
Las diferencias ideológicas (¡¡¡las que me
exponen a mí!!!) son nada. Incluso a veces algunos me dicen:
«¡Mira, ese grupo habló mal de la Revolución
cubana, o del Che, o se equivocó en este acontecimiento
histórico o en aquel otro». Vuelvo a apelar a los
métodos de la Física. Amo visceralmente mi
revolución y admiro a Fidel, con todo y lo que en ocasiones no
coincido con él. Pero no son insalvables las diferencias. Porque
todos ellos aspiran, de forma más teórica o más
militante, a derribar el sistema capitalista y no pueden argumentar
muchas diferencias, aunque se afanen. Claro, no conozco muchas
organizaciones, pero es un factor común. Y Cuba, querido
compañero, ya no le es indiferente a nadie, porque es junto a
Venezuela el único país que «guapea» contra
el enemigo; 3) Debido al ostracismo a que estuvieron sometidos son muy
cerrados entre ellos y ven enemigos por doquier. Yo he discutido con
varios grupos y hemos llegado a puertos comunes. No me ofende que me
critiquen al Che (que es uno de mis recurrentes fantasmas), porque es
como criticar las manchas del sol. ¡Es tan fácil defender
su consecuencia revolucionaria, incluso sus posiciones troskas (sin
él saberlo)!, que después de largas discusiones
terminamos llenos de sonrisas y proyectos comunes; 4) Por
último, lo que sí es conclusivo es que no conozco un solo
militante trotskista que no sea un revolucionario cabal, con
intenciones serias y con una gran integridad personal. Eso me ha
llamado la atención. Pueden estar equivocados o no, pues mi
incultura en eso es todavía grande, pero todos son personas de
gran valía que optan por un proyecto redentor incluso en contra
de sus propias necesidades personales. Eso me entusiasma y, mientras
más los conozco, más los admiro. Sé que hay
quienes nos llaman bonapartistas o no sé cuántas cosas
más, pero si hablas con ellos, polemizas, llegas a concluir que
son mejores que muchos compañeros que he tenido en mi propio
partido en Cuba. No entran a organizarse por otra cosa que por
motivaciones políticas y por eso que yo llamo «vivir
más allá de nuestras camisas».
Por todo eso soy trotskera y no trotskista. Primero, por respeto a
ellos, que mientras yo andaba por ahí pensando en cualquier
tontería, ellos se enfrentaban a cosas serias contra los dos
enemigos fundaménteles, el imperialismo y el estalinismo y,
además, porque no alcanzo ni el 10% de su cultura
política. Y segundo porque todavía temo militar en esas
organizaciones, por no tener su integridad, mas he colaborado con todas
y me comprometo con todas hasta los tuétanos.
P: Siguiendo con lo del machismo y antes de que se me olvide, en uno de
los siete DVD sobre la revolución cubana que el pasado
año editó el ICAIC –el titulado Una isla en la
corriente–, una de las antiguas niñas de la operación
Peter Pan, que ahora vive en Estados Unidos, tilda a Fidel de
«macho, contramacho y padre de todos». ¿Qué
responderías tú a un ataque verbal tan directo? Aprovecha
la ocasión y háblame francamente de Fidel, ya que por tu
filiación has tenido acceso a él más que
cualquiera de tu entorno. Pero no me hables del mito, que ése me
lo sé de memoria, sino de cómo lo percibes desde tu
condición de mujer-a-la-que-no-hacen-ni-caso en su propio
país.
R: Sí, aquel fue un ataque muy directo en la película y,
de seguro, mal intencionado, pero no está mal. Fidel es un
macho. Y espero que eso no sea una ofensa. Recuerda que en este mundo
todo parece dar vueltas alrededor de las definiciones. Yo, por ejemplo,
me siento hembra. Han sido tantos los embotellamientos de nuestra
especie, que nos asustamos frente a esas palabras. Macho, hembra.
Incluso a los gays, entre los que cuento con verdaderos amigos, les
platico que no se asusten frente a las palabras macho o hembra. Lezama
Lima es para mí un macho de alma... Y, créeme, yo soy
hembra de las que saben olfatear. Lo que nos separa de los animales es
eso: saber olfatear. Existen los que no son nada... La
corrupción de esta civilización, la anorgasmia espiritual
en que vivimos y de la cual todos somos culpables, nos convierte en
NADA, ni machos ni hembras, ni gays, ni rinocerontes ni abejas.
Sí, Fidel es un macho. No sólo por dentro... lo es
también por fuera. Después de ser hembra adulta lo he
visto de cerca pocas veces, pero ya te he dicho que sé olfatear:
Es de un verde intenso. Yo creo que el verde se le ha pegado a la piel.
Y el verde me revuelve el alma proyectándose inevitablemente en
todos mis sentidos. Su gorra, Manuel, su gorra es penetrante, la visera
se le adentra cuando dice algo que él cree fundamental
¡Claro que es un macho! Quienes somos hembras, de culo o de
corazón, los hombres y mujeres de ley... si son sinceros,
deberán reconocer en Fidel un «cabeza de la manada».
Es el semental de buenos potros y potrancas.
No soy sexista. Existen los jefes de la manada, ya sean machos o
hembras (la abeja reina es jefe de manada del panal). Las manos de
Fidel me subyugan. Las mueve como si fuera un bailarín de
flamenco. Guayasamín las pintó muy bien, danzan, oscilan,
contienen ideas y no hay forma, humana al menos, de resistir ante ese
movimiento.
No creas que estoy de acuerdo con todo o que él dice, pero… es
como un enamorado. Esa imagen móvil y verde enamora y no me cabe
duda de que es un macho (tal como concibo ese término). Pero no
es eso lo que me preguntas. Sí, muchas veces lo vi de
niña. Mi madre me dijo que fue él quien se dio cuenta de
que yo era bizca, al decir que tenía el mismo rollo en los ojos
que mi tío Abel.
Ya de adulta volví a verlo por accidente. Andábamos en un
Premio Casa, y a mí esa bendita institución (sin yo
merecer nada) me invita siempre a la entrega de los premios. A la
sazón trabajaba yo en el Laboratorio de Superconductividad de la
Universidad de la Habana. Y ahora permíteme que dé un
rodeo para contarte un inciso que luego enlaza con lo que te estoy
contando. Seré breve: la superconductividad es uno de los
fenómenos más sorprendentes de la naturaleza. Existen
materiales que si se enfrían adecuadamente transmiten la
corriente eléctrica sin ninguna pérdida. Un alambre de
cobre, de los tendidos eléctricos por ejemplo, no puede
transmitir toda la corriente que uno quiera. Por eso, para equipos que
consumen mucho se usan los superconductores. Nosotros fuimos de los
primeros en el mundo en lograr esos materiales que se conocen como High
TC Superconductors. Fidel, entusiasmado, insistió para que mi
laboratorio obtuviese una financiación. En principio,
debíamos recibir el dinero del Consejo de Estado.
Y vuelvo a mi relato: fui al premio. Aquella vez Fidel ofreció
una cena a los intelectuales y yo, por supuesto, me metí en el
rollo. Sorprendentemente, me reconoció, porque no me veía
desde muchos años antes. Y entonces quiso Dios (porque a veces a
Dios le gusta divertirse un poco) que a él se le ocurriese
hablar a los invitados de aquel trabajo de investigación, como
si fuese la gran cosa que funcionaba a las mil maravillas. Hasta aquel
momento yo había estado como boba escuchándolo hablar y,
sobre todo, viéndolo mover las hermosas manos que tiene, mas
cuando tocó el tema que yo sufría, no pude contenerme y
exclamé: «¡No, comandante, el equipo se
quebró por falta de refrigerante!». No sé si es
cierto, como dicen, que al comandante no le gusta perder. Pero en aquel
tema yo no podía transigir. «¡No!», gritaba,
«se murió el equipo, comandante». Y él que
no, que funcionaba muy bien, que no discutiera, y yo me puse bien
molesta y me largué del círculo que escuchaba la
plática. Si hubiese dicho que el cielo era verde limón
hubiera seguido escuchando como tonta, pero con aquel equipo,
¡no! En aquel preciso instante dejó de ser la belleza
verde y genial y pasó a ser (injustamente, por mi parte), el
responsable de que no nos llegase el dinero que hubiéramos
necesitado. Parece ser que no le habían dicho nada y él
no puede estar al tanto de todo. Más que yo misma o cualquiera
de nosotros, él adoraba aquel trabajo de investigación y
me protestaba. Y yo le repetía: «Venga conmigo y
verá que está quenchado». Unas horas
después, averiguó y le dijeron que, efectivamente, el
equipo se había roto unos días antes, por falta de
financiación. Fidel, que es todo un caballero, me llamó
entonces para admitirlo, pero yo seguía molesta porque aquella
vez ni siquiera él quiso hacerme caso. Te digo que yo
debí ser Casandra en otra encarnación.
Al cabo del tiempo me he dado cuenta de que en aquella ocasión
Fidel había perdido mucho más que un equipo sofisticado y
nunca voy a olvidar la sonrisa triste, nuevamente verde, con que me
abrazó la última vez que lo vi y conversé con
él.
Como toda revolucionaria, lo escucho, lo veo, estudio su voz, su tono.
Es un privilegio ser contemporánea de un hombre así, por
más que a veces me encabronen algunas de sus cosas, pero de lo
que no hay duda es de su pericia política, de su sentido de la
lucha y de su entrega.
El famoso culto a la personalidad de que hablan es una tontería.
¡Claro que deberá existir mientras haya hombres y mujeres
que se salgan del promedio! Yo le tengo culto a Silvio
Rodríguez, por ejemplo, y no me avergüenzo de ello. Pero
¡cuidado!, no me cabe la menor duda de que por más que yo
admire a Fidel como uno de los líderes más relevantes
(quizá el que el más) del siglo XX... la
revolución mundial está por encima de él y de
todos. Eso él lo sabe y estoy segura de que lo acepta de buen
grado.
También te digo que entre mis cuatro fantasmas que me protegen,
ayudan y componen mi vida no está Fidel Castro. Él es mi
mejor contemporáneo, mi mejor compañero de
ideología.
P: Para terminar, Celia, miremos hacia el futuro. Entre el
rojerío de Europa, y me estoy refiriendo al que nunca
renunció a los ideales revolucionarios, no a esos que el
comandante llamó una vez socialpendejos, cunde el convencimiento
de que si de verdad existen posibilidades de un mundo mejor
éstas se encuentran en América Latina.
¿Estás de acuerdo con ese análisis?
R: El único mundo mejor que creo posible es el socialismo. Y no
es tan sólo una forma de hablar. Ese mundo mejor que se ha
convertido en la patética consigna de «Un mundo mejor es
posible» estuvo declarado por Federico y Rosa hace mucho antes de
que los celulares y las computadoras nos inundaran los vicios de la
comunicación fatua. Pero el auténtico socialismo, amigo
mío, no su imagen patriotera, retorcida y engañosa.
Dios quiso el comunismo. Y le ponemos parches, «anticapitalismo,
antineoliberalismo, antiglobalización». Algún
día me gustaría hablar de lo que Dios quiso hacer con
Jesús. Y cómo quiso repartir los panes y los peces, o
sino marcharnos al infierno... Claro, a la Iglesia le conviene
confundirlo todo, por eso odio tanto al poder eclesiástico,
así como admiro a los compañeros de la teología de
la liberación. Me asquearon los funerales del Papa polaco, que
no se comprometió con los pobres. Y tuve que soportar sus fotos
en el Memorial de mi Martí, que tanto criticó a la
Iglesia y que dijo: «El cristianismo murió en manos del
catolicismo».
Los pobres llevan dentro de sí la salvación del mundo.
Algo parecido podríamos parafrasear: «El socialismo
murió a manos del estalinismo».
América Latina está en posición de hacer cumplir
esto. La izquierda deberá ponerse pantalones y faldas, unirse y
dejarse de tantas payasadas (yo me incluyo). Por primera vez creo que
andamos cerca de aquel 1917, con la frescura de nuestro idioma y
nuestro temperamento sensual. Estamos «a punto de
caramelo». América Latina es la Europa de principios del
XX, lo que no tengo tan claro es quiénes son los Lenin, los
Trotsky, los Mella y Gramsci, los Mariátegui, las Rosa
Luxemburgo.
Te lo dije ya, padecemos una epidemia de anorgasmia espiritual. Pero
los mejores analistas son los pueblos ¡Y ahí están!
Bolivia, Ecuador, Venezuela, mi Cuba… casi todos.
Le toca a América Latina ponerse el traje de novia de la
revolución... y lo vamos a hacer. De seguro que la bella y culta
Europa nos pondrá los azahares en el cabello, nos dará
los consejos de la noche de bodas y, además, deberá
explicarnos bien despacito por qué tuvo que divorciarse (por el
momento) de la revolución.
Por otro lado ¿qué coño es un mundo mejor?
¿Más TV o celulares o autos? ¿O más eventos
majestuosos de izquierda o derecha o de arriba o de abajo, donde nadie
se pone de acuerdo y sólo se intercambian correos
electrónicos? Ni siquiera un mundo mejor lo imagino como un
mundo con más justicia social. Es un mundo donde todos
participemos, donde cada pedacito de cielo nos pertenezca, donde la
justicia y la libertad sean tan naturales como el vuelo de las aves
migratorias.
Un mundo mejor será donde nos devuelvan el olor, el tacto y el
cariño.
Para lograrlo tan sólo existe la revolución, ni eventos,
ni convenciones, ni Naciones Unidas, ni tratados de Kyoto, ni Foros
Mundiales. Sólo la revolución.
Daría parte de mis primaveras por haber estado en Versalles en
1789 cuando las mujeres francesas se jalaron de un tirón los
delantales, rodearon el palacio e hicieron regresar a París a
María Antonieta, o haber estado en la Comuna amando a
Víctor Hugo, o al lado de Rosa, o gritando con Mella en
México, o en Bolivia con el Che.
En un reciente discurso en Naciones Unidas, Ricardo Alarcón
terminó diciendo: «O alcanzamos un mundo mejor o
mereceremos la maldición de nuestros nietos». Es optimista
nuestro Alarcón. A estas alturas y salvando excepciones, como
siempre, yo no sé si alcanzaré a ver en mis nietos
hombres y mujeres bien plantados, no meros artefactos... si es que
llegamos allí.
El capitalismo es un dragón que no tiene manera de dejar de
serlo. Nació chorreando sangre a decir de Marx, pero ya chorrea
pus y no hacemos nada... tan sólo dar grititos de doncellas
espantadas. Se traga el petróleo, ahora quiere el agua, luego
será el aire, pero lo peor, querido amigo, es que nos
está tragando el alma y ahí sí que perderemos el
derecho a ser esta especie que a decir de Gabriel García
Márquez aprendió a cantar mejor que los pájaros y
a morir por amor.
Manuel Talens es novelista, traductor y articulista español. Es
colaborador regular de Rebelión. Sus textos periodísticos
pueden encontrarse en el sitio web www.manueltalens.com .